Por Marisabel Contreras.
La Cerroprendío es un
monólogo escrito por José Gabriel Núñez en 1999. Para entonces, ya ha escrito
más de 30 obras, entre ellas algunos de sus grandes éxitos: Los
peces del acuario, El largo camino del Edén, Antígona, Madame Pompinette, María
Cristina me quiere goberná, Fango negro, Noches de satén rígido. Desde
que se revela como dramaturgo, en 1965, sus obras se suceden con una
frecuencia anual, a veces más de una obra en un año, pero en 1989 hace una
pausa. Durante ella, como de costumbre, observa a su país, cuyos
acontecimientos sigue de cerca y cuyos problemas políticas y sociales suele
reflejar en sus obras, generalmente en clave de humor. Pero ahora observa —y
quiere que
observemos— a sus compatriotas. Así, en 1998 aparece Pobre del pobre, una comedia amarga que desnuda, no asuntos políticos o sociales en general, sino la hipocresía y cinismo de quienes dicen defender a los pobres y solo los usan para sus propios fines. Y a continuación escribe La Cerroprendío.
observemos— a sus compatriotas. Así, en 1998 aparece Pobre del pobre, una comedia amarga que desnuda, no asuntos políticos o sociales en general, sino la hipocresía y cinismo de quienes dicen defender a los pobres y solo los usan para sus propios fines. Y a continuación escribe La Cerroprendío.
Se la conoce como una comedia erótica. La
publicidad de un montaje reciente —de Orlando Chirinos— anuncia que narra la
historia de Tatiana, una mujer de múltiples personalidades, quien, mientras bebe
en un bar, muestra sus cuatro alter egos: la monja, la psicóloga,
la bicha y la mujer glamorosa. Algo de esto hay pero hay más. Al teatro se le
pide que sea entretenido pero también que nos invite a la reflexión. Y eso hace
esta obra: nos divierte pero nos deja pensando.
Algunos montajes de La
Cerroprendío, nacionales e internacionales
Venezuela, 2015 |
Venezuela, 2011 |
Canadá, 2015 |
Suiza, 2008 |
Estados Unidos, 2013 |
Chile, 2014 |
“Me llaman la Cerroprendío —dice Tatiana— porque tengo en el monte de Venus un incendio forestal permanente”. No obstante, aclara que no es ninfómana sino que está sexualmente insatisfecha. Tanto este apodo como el de su madre y el lenguaje que usa para describirla, hacen que la relacionemos con un ambiente ordinario. “A ella la llamaban la Atajaperro —señala— porque le paraba el llantén, el verano o lo que fuera a todo el que estuviera ladrando”. Pero las referencias culturales que utiliza de inmediato nos la presentan a la vez como una mujer educada; es más, de educación exquisita:
Mis
orgasmos son operáticos, wagnerianos. Ningún terremoto resquebraja la tierra
como se resquebrajan mis entrañas cuando yo culmino. Yo diría mas bien que
estallo. En lo más profundo de mi vagina, experimento contracciones pavorosas,
como la forja del Nibelungo allá al fondo de las siniestras simas. Son orgasmos
que trepidan y repercuten por todo mi cuerpo como las cortantes pezuñas de los
caballos de las valkirias.
La Cerroprendío, pues, conoce a Wagner, y le gusta, un hacedor de óperas algo extrañas en estos trópicos. Por aquí abundan los amantes de las óperas de Rossini (p. e. El barbero de Sevilla), de Verdi (p. e. La Traviata), de Puccini (p. e. Tosca), que con frecuencia no gustan de Wagner; es más, a veces ni siquiera están dispuestos a escucharlo, porque sus obras no están ambientadas en palacios ni sus personajes son duques o condes, pues sus temas son sacados de la mitología germánica o de leyendas medievales. Claro que hablar de orgasmos wagnerianos es un tanto irreverente pero sin duda gracioso. Y si lo dudan, escuchen el comienzo del tercer acto de La valquiria, la segunda ópera de la tetralogía El anillo del nibelungo, llamada la Cabalgata de las valquirias, y piensen a la vez en los orgasmos operáticos de Tatiana.
Esta doble dimensión de la protagonista, ordinaria y exquisita a la vez,
permite que nos explique su insatisfacción sexual en términos, justamente,
culturales:
¿Cómo
hacerles entender este disfrute operático a unos machos vernáculos que juegan
dominó, comen mondongo y tienen aliento de caballito frenao? Aquí hay un
subdesarrollo sexual que tiene que ver con la caña. Y ese subdesarrollo te
rebaja y extermina cualquier sutileza. ¿Qué macharrango te va a entender cuando
tú sueñas con Wagner y sus trompetas mientras él te está jadeando al oído,
envuelto en un manto de sudor y de grasa: “¡Eso, mamacita, mi mamachonga, mi
piernona, rico, mamita! ¡Así, maraquiao, maraquiao! ¿Me imaginan ustedes a mi,
a esta suprema y etérea distinción, maraqueando un pene? Y mucho menos el pene
de un borracho.
El problema, entonces, no es exactamente político o social, aunque roza esas esferas. En resumen, aquí —vale decir, en Venezuela— hay un subdesarrollo sexual —vale decir, cultural— que tiene que ver con la caña. O dicho a la manera Tatiana: aquí se puede ser ignorante y vulgar, pero no abstemio. Este sería el tema del monólogo, en los cuales es más apropiado hablar de tema que de conflicto por tratarse de obras unipersonales.
La solución que nos presenta Núñez es,
nuevamente, un tanto irreverente pero graciosa. Los muchachos que cortejaban a
Tatiana doncella eran sosos y tan inexpertos como ella, hasta que un día se
topó con el monaguillo de la iglesia a la que asistía, a quien, luego de varios
encuentros, todos plenamente satisfactorios, nunca más volvió a ver. Ninguno de
sus siguientes hombres —muchos, según nos dice— supieron complacerla:
La
insatisfacción y la frustración es lo que abunda. Solamente gruñidos, lengua,
piropos, amenazas demenciales que se vuelven humo en la cama, bla-bla-bla,
eructos etílicos, impotencia, disfunción eréctil… una tripa blanda que no
penetra ni satisface… Y yo, intocada, como ciertas tumbas, esclava de mis
necesidades, regada pero nunca apagada…
Hasta que otro día se topó con otro hombre
de pocas palabras pero perfecto en la cama, como su monaguillo, quien resultó
ser un sacristán, y que también desapareció. Fue así como llegó a una extraña
conclusión:
Yo he
quedado más que convencida de que mi sexo ha quedado
irremediablemente ligado a la liturgia. Sólo yo como mujer puedo
decir que la actividad sexual es un rito porque soy de las pocas
que se ha encontrado con… Dos! (SEÑALA CON DOS DEDOS). Dos hombres
sin problemas de erección y que coincidencialmente habitan por los góticos
rincones de alguna iglesia.
Así las cosas, Tatiana está en un bar enfrente del cual está por empezar un concilio, entre cuyos asistentes espera encontrar su próximo amante perfecto. Por cierto, no un sacerdote —pues en esto Núñez no es para nada irreverente— sino un laico, esto es, un hombre que, tal como ocurre con los monaguillos y los sacristanes, sea miembro de la Iglesia católica pero no forme parte del clero.
Desde el punto de vista de su estructura
dramática, el monólogo tiene un desarrollo impecable. Al comienzo, la
protagonista anuncia que está en un bar y que más adelante nos explicará qué
hace allí, como en efecto da a conocer al final de la obra. Pasa
entonces a relatarnos dramáticamente su vida, esto es, a representarnos algunos
episodios de esta. No se requiere de un interlocutor imaginario, recurso
fácil que un buen dramaturgo evita, aunque con frecuencia los
directores se valen de varios actores para darle mayor dinamismo a las
escenas. La obra nunca decae; durante un poco más de una hora, el público
permanece en sus asientos siempre divertido y atento.
Así, la obra termina y empieza la reflexión.
Por ejemplo, yo me pregunto, ¿es esta una solución? Según Tatiana, todo lo que
ella necesita es un buen amante, que puede cambiar por otro siempre que sea
igual de bueno. No ha tenido novio ni parece buscarlo. Es una mujer
solitaria y parece querer continuar así. Justamente hace poco un sacerdote, el
papa Francisco, en su discurso ante los obispos en Filadelfia, habló de la
soledad:
Lo
importante hoy lo determina el consumo. Consumir relaciones, consumir
amistades… Un consumo que no genera vínculos, un consumo que va más allá de las
relaciones humanas. Los vínculos son un mero «trámite» en la satisfacción de
«mis necesidades». Lo importante deja de ser el prójimo, con su rostro, con su
historia, con sus afectos… Me atrevo a decir que una de las principales
pobrezas o raíces de tantas situaciones contemporáneas está en la soledad
radical a la que se ven sometidas tantas personas. Corriendo detrás de un
‘like’, corriendo detrás de aumentar el número de ‘followers’ en
cualquiera de las redes sociales, así van –vamos– los seres humanos en la
propuesta que ofrece esta sociedad contemporánea. Una soledad con miedo al
compromiso.
Ciertamente, Tatiana necesita un hombre que
comparta su sensibilidad y su cultura, pero también con quien pueda establecer
un vínculo. Un hombre que no tenga, como tal vez tiene ella, miedo al
compromiso. Al comentarle estas reflexiones a Núñez, me dijo que, en efecto, La
Cerroprendío forma, junto con otras dos obras suyas, Soliloquio
en negro tenaz y Soliloquio en rojo empecinado, una
trilogía donde trata los problemas de la mujer de nuestros días; entre
ellos, su soledad. Yo creo que la solución tiene que ver con Wagner y con la
religión católica; por algo, Tatiana suele ir a misa.
El anillo del nibelungo —un
ciclo de cuatro óperas épicas: El oro del Rin, La valquiria,
Sigfrido y El ocaso de los dioses— habla de la
relación entre el poder y el amor puro. El oro del Rin es una masa
aurífera que descansa en el fondo del río; quien forje con ella un anillo
tendrá el poder de dominar el mundo, siempre y cuando asuma el precio de la
maldición que lo obligará a renunciar a este tipo de amor. El enano nibelungo
Alberich, al verse rechazado por las hijas del Rin, unas deidades que custodian
el oro y a quienes simplemente desea, decide robar el oro y asumir la
maldición. Diversos seres míticos luchan después por la posesión del anillo
hasta que finalmente la valquiria Brunilda, una diosa guerrera, lo devuelve al
Rin. Si bien Alberich no es capaz de amar con pureza, otros personajes sí lo son.
Por ejemplo, Sigmundo rehúsa ir al Valhalla —una especie de
cielo de los héroes— cuando descubre que su esposa-hermana no podrá ir con
él. Saca su espada y amenaza con matar tanto a ella como a sí mismo. Brunilda
se conmueve por la pasión de Sigmundo y decide proteger al guerrero,
desobedeciendo así las órdenes de su padre, el dios Wotan, lo cual también es
una muestra de un gran amor, pues esto le ocasionará un severo castigo: la
pérdida de su inmortalidad.
Diseños de Josef Hoffmann de las
óperas de El anillo del nibelungo, 1876
Pero no es aquí donde Wagner dice su última
palabra. Un año antes de morir en 1883, estrena la ópera Parsifal,
‘un festival escénico sacro’ como lo definió su autor, sobre la vida de un
caballero de la corte del rey Arturo y su búsqueda del Santo Grial. Nuevamente
aparece el tema del amor puro. Amfortas, guardián del Santo Grial —la copa que
habría usado Jesús en la última cena y que contendría la sangre de Cristo
crucificado—, ha cedido ante la seducción de Kundry, una extraña mujer al
servicio de un mago malvado, por lo que sufre una herida que solo puede ser
curada si frota contra ella la Lanza Sagrada que ha perdido —con la
cual un soldado romano habría traspasado el costado del cuerpo
de Jesús— y que solamente puede recuperar un hombre simple convertido
piadosamente en sabio. Parsifal, quien puede ser ese hombre, es tentado
sexualmente por Kundry, pero cuando ella lo besa, él se da cuenta de cómo fue
tentado Amfortas, la rechaza, se convierte en sabio y recupera la lanza. En
venganza, Kundry lo maldice a vagar sin encontrar el reino del grial. Años
más tarde, la fuerza de la maldición se ha desvanecido y Parsifal regresa
un Viernes Santo —el día en que toda la creación se renueva por la
muerte del Salvador—, sana a Amfortas, redime a Kundry y asume la
dirección del templo que guarda el Santo Grial. La ópera termina con una
suerte de misa solemne mientras el coro entona un canto de acción de gracias.
Parsifal obtiene su sabiduría de la castidad, una conseja que anda por el mundo, no desde la Edad Media sino desde los tiempos de la antigua Grecia, como testimonia el Fedro de Platón, donde se recomienda a los amantes filósofos suprimir la relación sexual a fin de alcanzar el mayor bien en esta vida y en la siguiente (255e-256d).
El matrimonio católico establece una especie de
castidad: los contrayentes se prometen fidelidad mutua hasta que la muerte los
separe. Un gran compromiso, que invita también a librarse de la
esclavitud de buscar satisfacer «mis necesidades». No se trata de
«las mías», ni siquiera de «las nuestras», sino de obedecer altos designios.
Esta sí me parece una solución, bien exquisita por cierto. Tatiana se queja de
que las mujeres se suelen conformar con amantes mediocres pero ella se está
conformando con amantes casuales. Puede aspirar a más y vencer su soledad. La
respuesta —como sugiere Núñez, de manera consciente o
no— está en Wagner, en un sacramento, en el amor.
Marisabel Contreras
@MarisabelCon
CICRED
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